Obsolescencia Programada

Obsolescencia programada? El avance tecnológico y su mayor dilema
Mientras Europa estudia medidas contra esa práctica y Greenpeace Internacional prepara un informe que hará público pasado mañana, la paradoja no cede: el mismo mundo que se sueña sustentable produce dispositivos electrónicos de vida cada vez más corta
DOMINGO 15 DE OCTUBRE DE 2017Lorena OlivaSEGUIRLA NACION
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Suena a paradoja. En un mundo que se sueña a sí mismo cada vez más eficiente y sustentable, en el que, a caballo de los avances de la ciencia y la tecnología, se hacen realidad innovaciones que parecían destinadas al terreno de la ciencia ficción, la vida útil de nuestros celulares es cada vez más corta.

La afirmación vale para todos los dispositivos electrónicos que rigen nuestras vidas sin que, hasta el momento, se haya arribado a una solución capaz de dar un destino diferente a miles de toneladas de artefactos que, año a año, terminan en la basura porque es más fácil cambiarlos que arreglarlos o porque, si bien funcionan, quedaron obsoletos. Las cifras no son broma: se estima que este año los basurales del mundo recibirán 46.000 kilotoneladas de residuos electrónicos, una cifra que se supera año a año. De hecho, para 2018 las estimaciones hablan de cincuenta mil.


Este crecimiento sin freno trae consecuencias de todo tipo: obviamente económicas pero también ambientales y hasta sanitarias, ya que algunos de los metales que componen estos dispositivos y artefactos -como el plomo, el mercurio o el cromo- son nocivos para la salud de quienes los manipulan en basurales.

Por todo esto no es de extrañar que se haya reavivado el debate en torno de la obsolescencia programada, esa práctica nacida en los años veinte del siglo pasado, expandida tras la crisis del 1929 y popularizada en los años cincuenta, que consiste en diseñar deliberadamente productos con vida útil cada vez más corta, a fin de que el recambio de los mismos garantice un permanente flujo de ingresos. ¿Será que la monstruosa cantidad de basura electrónica que, año a año, estamos desechando es producto de prácticas desaprensivas por parte de la industria tecnológica o que, en una época de evolución permanente, no hay lugar para la ilusión de productos que duren "para siempre"?

Discusión abierta


Mientras el debate continúa, en estos momentos la Unión Europea está trabajando en el diseño de sanciones contra las empresas que acorten el período de durabilidad de sus productos, o bien que no provean un servicio posventa que permita la reparación de los artefactos. Pero la preocupación en algunos países no es nueva. En 2015 se estableció en Francia que las empresas que incurrieran en prácticas desleales serían castigadas con multas y hasta dos años de prisión para sus responsables. Y la sociedad civil también está haciendo su aporte. Por ejemplo, la fundación española Feniss otorga el sello Issop (Innovación Sostenible Sin Obsolescencia Programada) a las firmas comprometidas con el respeto al medio ambiente y con un nuevo paradigma económico basado en la sustentabilidad y el bien común. En Estados Unidos, mientras tanto, algunos estados promueven la legislación "right to repair" (derecho a reparar) contra la pretensión de gigantes como Sony, Microsoft o Apple de que sólo sus servicios técnicos puedan reparar sus dispositivos.

En nuestro país, en tanto, se calcula que cada habitante produce entre 7 y 8 kilos de desechos electrónicos por año, cifra que va creciendo anualmente, sin que todavía contemos con una legislación específica para gestionar en forma sustentable toda esa cantidad de recursos con enorme potencial de reciclaje que termina, sin embargo, contaminando y dañando la salud de quienes entran en contacto con ellos.


Foto: Agustín Galickas

"Hoy la industria electrónica diseña para el basurero: los nuevos dispositivos electrónicos son producidos para durar menos y con la dificultad de conseguir repuestos: son hechos para convertirse en residuos lo más rápido posible, y así dar inicio nuevamente a toda la cadena de producción y descarte", sostiene Hernán Nadal, director de comunicación de Greenpeace Andino.

De acuerdo con los datos preliminares de un informe que Greenpeace Internacional hará público pasado mañana, entre las empresas que estarían yendo en la dirección contraria en materia de diseño de productos sostenibles figuran Apple, Microsoft y Samsung, cuyos teléfonos inteligentes son, cada vez, menos reparables. En la vereda de las buenas prácticas la organización ubica a HP, Dell y Fairphone, consideradas excepciones dentro de esta tendencia, ya que suelen producir productos reparables y actualizables.

Pero hay quienes ven otras causas detrás de la rapidez con que bienes y dispositivos se vuelven obsoletos. "Si decís ?obsolescencia programada', ya estás emitiendo una opinión. Suena un tanto conspirativo. Tendría sentido si detrás hubiera empresas monopólicas, pero no es el caso. Si mi celular se vuelve obsoleto al año y medio, nadie garantiza que vuelva a comprarme un celular de la misma marca. Lo más probable es que me vaya a la competencia", analiza Enrique Carrier, analista del mercado de las telecomunicaciones y director de la consultora Carrier y asociados, especializada en la industria tecnológica.

Carrier reconoce que los productos ya no se fabrican para durar varias décadas. "Es cierto, las heladeras ya no duran treinta años, pero también son menos costosas y eso hace que sean mucho más accesibles. En una época como la nuestra, de alto consumo, los productos son más complejos y tienen más funcionalidades, pero su ciclo de vida es más corto. Si se diseñara un producto para que durara mucho, también sería más caro", agrega el especialista, que refuerza sus dichos con un ejemplo ilustrativo.

"Cuando Compaq irrumpió en el mercado, sus productos eran indestructibles, pero eran caros. Al tiempo llegó Dell, que era más económica, pero sus productos no eran indestructibles. Lo cierto es que la alta durabilidad suele ser un atributo que el comprador no reconoce. Es un costo que no agrega valor a la marca", sostiene Carrier.

Julián D'Angelo, coordinador ejecutivo del Centro de Responsabilidad Social Empresaria y Capital Social (FCE-UBA) recuerda que antes de la masificación de la producción de automotores lograda por el fordismo, el modelo T costaba, en 1907, lo que hoy cuesta un avión bimotor. O que, cuando Steve Jobs presentó hace diez años el primer iPhone, algunos especialistas lo consideraron un lujo para pocos.

"El punto central aquí es comprender si la innovación está al servicio de lograr la accesibilidad de esas nuevas tecnologías a una mayor parte de la población y agregar valor al consumidor o usuario, o si la innovación se pone al servicio del marketing, el departamento de ventas y la sociedad de consumo", analiza el investigador.

"Muchas innovaciones producen una verdadera obsolescencia tecnológica por el real avance de la tecnología -continúa D'Angelo-, como cuando el teléfono reemplazó al telégrafo, el CD al casete o el DVD al VHS. Pero las instancias en que una nueva tecnología supera de verdad a la vieja son más raras de lo que nos quieren hacer creer. Muchos artículos electrónicos casi nunca están tecnológicamente obsoletos cuando los descartamos o reemplazamos por nuevos."

Los especialistas distinguen diferentes tipos de obsolescencia. Además de la obsolescencia programada objetiva -es decir, cuando la duración de un producto fue definida previamente para que el usuario se vea obligado a comprar uno nuevo transcurrido ese lapso-, los expertos también hablan de la obsolescencia programada subjetiva o no funcional, que se basa en diversas estrategias de marketing o producción que impulsan la renovación de un producto, a pesar de que el mismo continúe funcionando.

"En este caso, las actualizaciones y los accesorios nuevos deben ser incompatibles con los productos recientes y la apariencia de las cosas tiene que cambiar continuamente, lo cual incentiva a descartar modelos viejos, aunque funcionen", reconoce D'Angelo. Un ejemplo de esta clase de obsolescencia serían las recurrentes y periódicas actualizaciones del software del sistema operativo de smartphones, tabletas y PC, que cada vez ocupan más memoria y en ocasiones parecen forzar al recambio del hardware o dispositivo si queremos disfrutar plenamente de las nuevas funcionalidades.

El tercer tipo de obsolescencia es la percibida o psicológica, que se da cuando el artículo continúa siendo funcional pero se lo percibe como obsoleto. Aquí entran en juego básicamente el gusto y las modas.

Cuestión de hábitos

Desde la industria se sostiene que lo que algunos llaman obsolescencia programada es, en realidad, la permanente búsqueda de innovación y eficiencia, por ejemplo, en términos de consumo energético. Pero lo cierto es que, en ocasiones, es bastante complejo diferenciar si estamos ante un caso de obsolescencia genuina, producto de una innovación real que otorga valor, o si se trata de obsolescencia programada.

En junio último Greenpeace presentó una suerte de ranking de reparabilidad de productos tecnológicos de diecisiete marcas con preocupantes conclusiones. Así, por ejemplo, el informe sostiene que casi el 70% de los dispositivos analizados -de marcas como Samsung, LG y Apple- tiene baterías que son muy difíciles o directamente imposibles de reemplazar debido a decisiones de diseño y el uso de adhesivos para fijar la batería a la carcasa. Asimismo, algunos dispositivos como el iPhone y el P9 de Huawei requieren herramientas especiales para realizar reparaciones, como una manera de desalentar la reparación por parte del usuario.

En nuestro país se estima que una familia tipo tiene más de cuarenta aparatos electrónicos en su hogar. Algunos dispositivos se recambian a las tres o cuatro semanas (pilas o cartuchos de impresora), otros cada año, como las lámparas, o cada dos o tres años, como los celulares. Los televisores, cada ocho años o menos, en tanto que cada doce o quince años, la heladera, el lavarropas o ciertos electrodomésticos. La pregunta es qué destino les damos a todos ellos.

"Los residuos de aparatos eléctricos y electrónicos tienen oro, plata y cobre en cantidades mínimas, pero implica un costo de recolección para que esta minería urbana funcione. Si no se reciclan, además de los metales valiosos, contienen metales pesados, tóxicos y cancerígenos que implican contaminar el ambiente", explica el biólogo Gustavo Fernández Protomastro, biólogo, director de la consultora Eco Gestionar, que asesora a empresas en materia ambiental.

"Se requiere de una ley nacional -continúa el especialista- porque los aparatos y dispositivos electrónicos se venden, usan y desechan en todos los puntos del país y en tal sentido requieren de una norma nacional que cree el concepto de Responsabilidad Extendida al Productor (REP) donde todos los fabricantes, importadores o comercializadores coparticipen con los municipios en la gestión diferenciada de estos residuos. La norma también debería prever sistemas integrados de gestión que permitan financiar el costo de la recolección diferenciada de estos residuos, así como el de su reciclado, tratamiento y disposición final."

Mientras eso no ocurra, el peso de cualquier mecanismo de reciclaje autoimpuesto por una empresa recaerá sobre los hombros del más débil de la cadena: el usuario. "Muchas empresas tienen sus propios mecanismos de reciclado. Pero eso cuesta dinero y alguien lo tiene que pagar, y ése es el consumidor. Reciclar cuesta dinero, así que es imperioso pensar algún mecanismo que no sea más costoso que no aplicarlo", advierte Carrier.

En la actualidad operan más de doce empresas gestoras de residuos de aparatos eléctricos y electrónicos. Además, la ONG María de las Cárceles y el Servicio Penitenciario de la provincia de Buenos Aires tienen una iniciativa de reciclaje. Pero entre todos ellos no se logra reciclar más del 20% del total de desechos electrónicos del país, desaprovechando, de esta manera, una enorme fuente de trabajo y recursos que acaba en basurales.


En el documental Comprar, tirar, comprar, de Cosima Dannoritzer, se cuenta que hasta los años 20, las lamparitas se diseñaban con 2500 horas de vida útil y que, a partir de la puesta en práctica de la obsolescencia programada, esa vida útil se redujo a mil horas. En un cuartel de bomberos de la ciudad de Livermore, en California, todavía resiste, encendida, una lamparita de la vieja era. Lleva más de cien años encendida las 24 horas y cualquiera puede observarla desde su página web: http://www.centennialbulb.org/cam.htm. Desde que el proyecto web comenzó, la cámara que observa a la lamparita ya debió cambiarse tres veces.


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Diseñar productos con fallos, con componentes efímeros o sin ninguna vocación de durabilidad para que el consumidor vuelva a pasar por caja. Es la obsolescencia programada, una práctica que nos conduce a un callejón sin salida
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JOSEBA ELOLA
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15 OCT 2017 - 14:37 CEST

Vertedero de Agbogbloshie en Accra, Ghana, donde van a parar los residuos de Europa y Estados Unidos. OLIVIER HOSLET (EFE) / QUALITY-REUTERS
La frase apareció publicada en 1928 en Printer’s Ink, revista del sector publicitario norteamericano: “Un artículo que no se desgaste es una tragedia para los negocios”. ¿Para qué vender menos si diseñando los productos con fallo incorporado vendes más? ¿Por qué no abandonar ese afán romántico de manufacturar productos bien hechos, consistentes, duraderos, y ser prácticos de una vez? ¿No será mejor para el business hacer que el cliente desembolse más a menudo?

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La historia de una idea que cobró fuerza como salvación dinamizadora en los años de la Gran Depresión se convirtió en mantra de la sociedad de consumo —comprar, usar, tirar, volver a comprar— y ha devenido, ya en estos días, en seria amenaza medioambiental, se escribe capítulo a capítulo. El último y más relevante es el aterrizaje de la cuestión en instancias europeas, aspecto que da fe de la toma de conciencia que se está produciendo: el pasado 4 de julio, el Parlamento Europeo aprobaba (con 662 votos a favor y 32 en contra) el Informe sobre una vida útil más larga para los productos, instando a la Comisión Europea a que adopte medidas.

Hay más. En Francia, el país con la legislación más dura de Europa, se acaba de registrar la primera denuncia de un colectivo de consumidores contra los fabricantes de impresoras. Ocurrió el 18 de septiembre: la asociación Alto a la Obsolescencia Programada acusaba a marcas como Epson, HP, Canon o Brother de prácticas destinadas a reducir deliberadamente la vida útil de impresoras y cartuchos.

El truco no resulta nuevo. Asomó la cabeza a finales del siglo XIX, en la industria textil (cuando los fabricantes empezaron a utilizar más almidón y menos algodón) y se consolidó en 1924, cuando General Electric, Osram y Phillips se reunieron en Suiza y decidieron limitar la vida útil de las bombillas a 1.000 horas, tal y como apunta el aplaudido documental de Cosima Dannoritzer Comprar, tirar, comprar. Así se firmaba el acta de defunción de la durabilidad.

“Hoy el I+D se usa para reducir la durabilidad de lo que compramos”, dice el experto Benito Muros

Hasta entonces, las bombillas duraban más. Como esa que luce ininterrumpidamente desde el año 1901 en el parque de bomberos de Livermore, en California.De filamentos gruesos e intensidad menor que sus sucesoras (lo que impide que se caliente fácilmente), fue concebida para perdurar.Y ahí sigue, brillando, convertida en gran símbolo de que la obsolescencia programada está lejos de ser un mito.

Desde el furor, en los años treinta, por las irrompibles medias de nailon Du Pont hasta el teléfono inteligente que se vuelve tonto sin razón aparente apenas año y medio después de ser adquirido, ha llovido mucho. La obsolescencia programada (OP), además, se ha ido refinando. Y la voluntad de fraude por parte del fabricante no es algo fácil de demostrar.

“Hoy en día las inversiones en I+D son para ver cómo reducir la durabilidad de los aparatos, más que para mejorarlos para el consumidor”. El que tan tajantemente se pronuncia es Benito Muros, un expiloto de 56 años que lleva años denunciando la obsolescencia programada. Presidente de la Fundación Energía e Innovación Sostenible Sin Obsolescencia Programada (Feniss) asegura que la OP está presente en todos los aparatos electrónicos que compramos, “incluidos los coches”.

Los consumidores franceses han puesto la primera denuncia contra varias marcas de impresoras

Cuenta Muros, que está al frente de una empresa que desarrolla bombillas, semáforos y proyectos de alumbrado público para Ayuntamientos, que hoy en día se pueden apreciar en el mercado muchas formas de OP: dispositivos con carcasas que no permiten que se disipe el calor, y cuyo recalentamiento conduce a averías prematuras; componentes como los condensadores electrolíticos, cuyas dimensiones determinarán la vida del producto (pierden líquido con las horas de uso; cuanto menor sea la capacidad de almacenamiento de líquido electrolítico, menos durará); baterías que no se pueden desatornillar (como ocurrió con los iPhone) y que obligan a comprar un nuevo aparato; chips que actúan como contadores y que están programados para que, al cabo de un determinado número de usos, el sistema se detenga (como ha ocurrido con algunas impresoras; el consumidor que se aventure a intentar reparar una pronto escuchará al dependiente decirle que resulta más barato comprar otra).

Muros, que dice ser objeto de campañas de difamación en los medios por oponerse a la OP —y que fabricó una bombilla que ha sido objeto de controversia—, asegura incluso que recibimos actualizaciones en nuestros teléfonos inteligentes que esconden un cambio de software que hará que vaya más lento.

“Te envían una especie de virus que sirve para ir preparando el teléfono para su final”. Otro aparato a la basura, y otro residuo electrónico que tarde o temprano irá a parar a los tóxicos (y siniestros) basureros que el mundo rico externaliza a lugares remotos, como África.

Unas 215.000 toneladas de aparatos electrónicos procedentes, fundamentalmente, de Estados Unidos y Europa desembarcan cada año en Ghana, según Motherboard, plataforma multimedia centrada en trabajos de investigación y de largo recorrido. Acaban generando 129.000 toneladas de residuos en lugares como Agbogbloshie, uno de los mayores basureros tecnológicos del mundo, ubicado en Accra, la capital del país.

“Somos los responsables de nuestros consumos, no podemos seguir así”, dice la científica Mari Lundström

La industria tecnológica genera por sí sola 41 millones de toneladas de residuos electrónicos al año, según una investigación del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente. Entre el 60% y el 90% cae en manos de bandas organizadas que los descargan o comercializan ilegalmente. Además de Ghana, países como India y Pakistán son destacados destinatarios de portátiles, televisores y móviles descartados cuando llegan las rebajas, porque no somos tontos, y porque una semana de precios presuntamente locos en una gran superficie es una oportunidad que no se puede desperdiciar. Todo sea por el último modelo.

Con todo, es una práctica que tiene sus partidarios, que defienden que una obsolescencia programada controlada, sin excesivos abusos, es la manera de que el mundo siga funcionando como hasta ahora. Y una fuente de creación de empleo.

Además, el avance tecnológico aporta soluciones más ecológicas y eficientes, como podría ser el caso de los coches eléctricos; con lo que la obsolescencia programada podría tener un sentido, argumentan sus defensores.

CONSUMIDORES QUE SE MUEVEN EN FRANCIA
El país francés es el que cuenta con la legislación más dura de Europa en la lucha contra la obsolescencia programada. La aprobó en 2015. Las marcas que incurran en estas prácticas pueden llegar a pagar multas de hasta 300.000 euros.

La denuncia de la asociación Alto a la Obsolescencia Programada presentada el pasado mes de septiembre, la primera que se produce, señalaba a marcas como HP, Canon o Brother de prácticas destinadas a reducir deliberadamente la vida útil de impresoras y cartuchos; y destacaba, en particular, el caso de la marca Epson.

Este periódico solicitó una entrevista con algún responsable de la marca Epson en España, opción que fue declinada. Un portavoz que solo contestó por correo electrónico escribió: “Epson conoce la denuncia de la asociación HOP en Francia y trabajaremos con las autoridades competentes para responder apropiadamente y resolver el caso”. Y añadió. “Rechazamos totalmente la afirmación de que nuestros productos están programados para fallar en un periodo de tiempo prefijado”.

El debate está abierto. Y a él también acuden aquellos que sostienen que esto de la obsolescencia programada es una teoría conspiranoica.

Un paseo por Twitter permite apreciar más argumentos: el auténtico problema no son las marcas, sino los consumidores: queremos productos baratos de usar y tirar y no estamos dispuestos a pagar lo que costarían si realmente fueran de calidad (y, por tanto, más caros).

En esta misma línea se manifiesta el director general de la Asociación Nacional de Fabricantes de Electrodomésticos (Anfel), agrupación que reúne a las marcas de línea blanca (frigoríficos, lavadoras, lavavajillas, etcétera). Este periódico intentó mantener una entrevista con algún responsable de Anfel, que solo aceptó contestar a preguntas por correo electrónico. Tras asegurar que no hay datos que refrenden la idea de que los electrodomésticos duraran más a mediados del siglo pasado que ahora, y de calificar la práctica de la obsolescencia programada de “deplorable”, Alberto Zapatero, director general de Anfel, escribe: “Ha de tenerse en cuenta que los consumidores no solo desechan productos que han dejado de funcionar, sino que también lo hacen por otros motivos, como que éstos dejen de cumplir sus expectativas por razones técnicas, regulatorias o económicas (por ejemplo, un televisor sin TDT), por el deseo de los consumidores de adquirir un nuevo modelo por cuestiones de cambios en la funcionalidad, diseño, prestaciones”.

Más allá de los desenfrenos consumistas de los ciudadanos occidentales con posibles, está la contemporánea imposibilidad de reparar. Y los datos indican que el consumidor estaría dispuesto a hacerlo si pudiera: el 77% de los europeos preferirían arreglar antes que comprar de nuevo, según el Eurobarómetro de 2014. “La sociedad de los desechos no puede seguir así, estamos ante un modelo económico superado”, afirma en conversación telefónica desde Bruselas Pascal Durand, diputado verde europeo que lideró la iniciativa presentada en el Parlamento Europeo a finales de julio.

La cifra de consumidores de productos de tecnología crece año a año. Nuevas clases medias de países como China o India se incorporan al patrón de consumo de los países más desarrollados. Más móviles, más ordenadores, más electrodomésticos. A la cesta y a la basura. Y más extracción de metales para producirlos. Materias primas que no son ilimitadas.

En paralelo, cuanto más corta es la vida de los dispositivos que compramos (véanse los móviles, cuya expectativa de vida oscila entre uno y dos años según los estudios europeos), mayor es el volumen de residuos que se genera.

Tirar aparatos nuevos que se podrían reparar en Europa enviándolos a basureros lejanos en barcos que contaminan las aguas. Para, al tiempo, comprar aparatos nuevos que se fabrican lejos y llegan en barcos que contaminan de nuevo. “Tarde o temprano, esto se va a acabar”, incide Durand.

Esta es una de las reflexiones que late bajo esa propuesta que ha sido bautizada como “economía circular” y que cobra fuerza en foros europeos y globales. Se pretende algo muy sencillo: que al fabricar un bien tengamos en cuenta el residuo que va a generar para que este sea reutilizable, si es posible, al 100%. De este modo, en vez de seguir el paradigma de la economía lineal (produzco, uso, tiro) se pasaría al produzco, uso, reutilizo. Y si se puede, reparo.

Legislar, pues, en este sentido implicaría hacer que las marcas aumenten los periodos de garantía; incentivar que los productos se puedan reparar en cualquier tienda y no solo en servicios oficiales; que las marcas diseñen artefactos que permitan la extracción de piezas, componentes, baterías; rebajar impuestos a las marcas que lo hagan y a los artesanos que a ello se dediquen; perseguir y multar la obsolescencia programada intencionada; destapar la OP informática. La iniciativa presentada en el Parlamento Europeo va en esta línea. La Comisión deberá dar una respuesta legislativa antes de julio de 2018.

Mientras tanto, países como Finlandia se han puesto manos a la obra. El país escandinavo ya cuenta con una hoja de ruta para hacer su transición a una economía circular. Florecen las start-ups que buscan soluciones para los residuos que generamos mientras se destinan fondos a la investigación.

La Universidad Aalto es parte de un proyecto de colaboración transversal que ha recibido cinco millones de euros para empezar a caminar. Mari Lundström, profesora de hidrometalurgia y corrosión, está al frente de un programa que busca soluciones para el reciclaje de metales. En conversación telefónica desde Estocolmo, explica que los teléfonos móviles, los cables eléctricos o los ordenadores que tiramos a la basura están repletos de metales útiles y valiosos. Algunos, incluso, muy difíciles de encontrar en el subsuelo europeo; y, sin embargo, los tiramos a la basura, los despreciamos, sin más: litio, cobalto, níquel… Muchos de ellos son fácilmente recuperables mediante tratamientos químicos, por ejemplo. Un teléfono, sin ir más lejos, contiene hasta 40 elementos reciclables, de los cuales solo reutilizamos 10, explica Lundström. Doce empresas finesas que utilizan metales ya están trabajando con el fruto de las investigaciones de los científicos.

Se puede reciclar el metal que contiene la lata de un refresco. Pero se necesita 20 veces más energía para recuperarlo si esa lata se ha quemado en una bolsa de basura orgánica, expone la científica finesa. Este es uno de los resultados de las investigaciones del programa. De lo que se deduce que la economía circular debe ser impulsada por los Gobiernos; investigada por los docentes; asumida por las empresas, sí; pero necesita de los ciudadanos.

“La clave de la economía circular es lo que haga cada persona”, dice sin dudarlo Lundström. “No podemos seguir viviendo como lo hemos hecho hasta ahora. Hace falta una respuesta de la sociedad: somos los responsables de nuestra forma de consumir”.

Con todo, la economía circular también tiene sus detractores. Algunos consideran que se trata de una mera prolongación de esa idea del crecimiento sostenible que, a pesar de ser bienintencionada, no ha conducido a grandes logros; el problema, señalan, es el crecimiento, la lógica que nos empuja a seguir exprimiendo un planeta cuyos recursos son finitos.

La solución no es fácil, y romper con décadas de inercia llevará su tiempo. Varias preguntas quedan en el tintero. ¿En un contexto de continuo avance tecnológico, tan difícil resulta mejorar la durabilidad de los productos? ¿Tiene sentido que sigamos viviendo igual conociendo la toxicidad de los residuos que genera nuestro modo de consumo? ¿Y los Gobiernos no tienen pensado hacer nada en este proceso?
Los franceses luchan legalmente contra la obsolescencia programada
La organización francesa Halte à l' Obsolescence Programmée (HOP) llevó a tribunales a los fabricantes de impresoras por limitar la vida útil de los aparatos. Se trata de una batalla para defender los derechos de los consumidores.
Avatar de León A. Martínez León A. Martínez
12 de octubre de 2017, 09:40
 Los franceses luchan legalmente contra la obsolescencia programada
Nacer, comprar, morir. Y en medio, comprar, tirar, comprar. La actualización de la trama de la vida. Pongamos el caso de las impresoras con sistema de cartuchos de tinta. Se puede comprar una a un costo relativamente razonable. Los cartuchos, en un acto de gracia desbordada de las empresas, se incluyen gratis. Uno puede imprimir la obra de su vida, la tarea escolar o la línea de captura de la fotomulta. Los cartuchos se agotan demasiado pronto, medido este lapso en tiempo-presupuesto. Son, hay que decirlo, caros, y más si se les compara con el precio por el que se adquirió la impresora. Al cabo de un lapso que nunca es lo suficientemente largo, la impresora deja de funcionar correctamente. El usuario promedio culpará del desperfecto a la falta de pericia de otra persona que la usó en algún momento o incluso al mal de ojo del envidioso vecino al no encontrar el motivo de la falla. Resignado, buscará la ayuda de algún técnico o persona de conocimiento, que pronto le apresurará una máxima del sentido común: es más barato comprar una nueva impresora que reparar la propia.

Las escenas descritas se han vuelto la norma para millones de compradores de impresoras a lo largo del mundo. Pero pongamos en cuestión por un momento esta normalidad. ¿Es normal que una impresora deba usar cartuchos que rebasan las más de las veces el precio del artilugio mismo? ¿Es normal que se agoten tan pronto? ¿Es una victoria del consumidor verse orillado a comprar una nueva impresora en vez de reparar a bajo costo la vieja estropeada?

Para los miembros de la asociación ambientalista francesa Halte à l' Obsolescence Programmée (HOP) —Alto a la Obsolescencia Programada— la respuesta es “no” a todas las preguntas planteadas. Apoyados en la Ley de Energía de Transición aprobada en Francia en el 2015, y que es la primera regulación en el mundo contra la obsolescencia programada, presentaron una denuncia contra las prácticas de los fabricantes de impresoras que, a juicio de la asociación, acortan deliberadamente la vida útil de impresoras y cartuchos. Las marcas HP, Canon, Brother y en particular Epson se citan en la queja presentada ante el Fiscal de la República de Nanterre, en Francia.

La denuncia se presentó ante las autoridades francesas el pasado 17 de septiembre. La legislación gala en la materia prevé para el delito de obsolescencia programada una pena de dos años de prisión y una multa de 300,000 euros que podría incrementarse hasta 5% del volumen de negocios de la empresa de ser hallada culpable. En la denuncia, que es también la primera que se presenta en el mundo contra un caso de obsolescencia programada, la asociación documenta las técnicas usadas por las empresas tecnológicas y que podrían derivar en un delito:

algunos elementos de las impresoras, tales como la almohadilla del absorbedor de tinta, indican falsamente el final de su vida útil;
el bloqueo de impresiones del aparato con el pretexto de que los cartuchos de tinta estarían vacíos mientras todavía hay tinta.


HOP incluye también en la denuncia el aumento constante de los precios de los cartuchos de tinta. La asociación indica que el precio actual promedio de un litro de tinta es de 2,062 euros (2,444 dólares), acusando que otra estrategia usada por los fabricantes es imposibilitar el uso de cartuchos genéricos con un menor costo para los consumidores. El abogado de HOP, Emile Meunier, declaró en el portal de la asociación que toda vez que ya se presentaron todos estos elementos en la denuncia, “ahora corresponde al Fiscal y a la judicatura asegurar esto mediante la experiencia judicial. Estos hechos también podrían revelar un acuerdo ilegal entre los fabricantes de impresoras. Por eso también hemos informado al regulador de competencia. Millones de propietarios de impresoras francesas podrían resultar perjudicados".

El concepto clave a demostrar en este juicio es la obsolescencia programada. La legislación francesa la define como “el uso de técnicas mediante las cuales el responsable de la comercialización de un producto reduce deliberadamente la vida útil de éste para aumentar su tasa de reemplazo”. La Unión Europea ya sigue los pasos de Francia contra esta práctica industrial. En julio pasado, el Parlamento Europeo hizo un llamado a la Comisión Europea en el que le insta a tomar medidas contra esta práctica, a la vez le que aportó lineamientos para una legislación futura.

En el Eurobarómetro del 2014, 77% de los consumidores europeos declararon que preferían reparar sus dispositivos en vez de reemplazarlos por nuevos. El problema de facto, que se presenta mayormente en el sector tecnológico, es que repararlos es muy complicado y caro.

El Parlamento toma en cuenta también el software, pues abundan los casos de aplicaciones que dejan de funcionar después de un tiempo, sólo para que aparezca un sucesor que tendremos que volver a comprar e instalar. Otro ejemplo se da en las políticas adoptadas por algunos fabricantes de smartphones, que obligan al consumidor a adquirir un nuevo modelo al dejar de proporcionar actualizaciones del sistema operativo o al hacer éstas tan exigentes en términos de procesamiento al hardware de las unidades viejas que los inutilizan.



Como se puede ver, la vida útil de los aparatos que compramos se ha visto reducida drásticamente en beneficio de los fabricantes. Tipificar esto como una práctica ilegal obligaría a las empresas a repensar sus modelos de negocios y devolvería a los consumidores derechos sobre bienes que, después de todo, forman parte de su patrimonio personal, dándoles la posibilidad de decidir por cuenta propia si deben o no reemplazar sus bienes por otros nuevos, o extender la vida útil de los mismos tanto como el cuidado y las reparaciones que se le den lo permita.
Fuente   

La ‘eco’ excusa que nos venden
La industria empuja a los consumidores a que renueven sus aparatos en nombre de una supuesta eficiencia energética
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SERGE LATOUCHE
13 OCT 2017 - 20:12 CEST
Obsolescencia programada
Cientos de frigoríficos en una fábrica húngara, alrededor del año 1959.  GETTY IMAGES
El estreno en 2010 del filme Comprar, tirar, comprar, de Cosima Dannoritzer —en la que se basa mi libro Hecho para tirar—, aumentó considerablemente el interés por un tema que ha empezado a llamar la atención del público en general. Desde entonces se han publicado numerosos estudios, se han elaborado proposiciones de ley tanto en Bélgica, Francia e Italia como en el ámbito europeo, y se han organizado reuniones entre parlamentarios y representantes de la industria. Hoy hay una cantidad considerable de documentos sobre este asunto. Los principios básicos de esta cuestión no cambian, pero esta nueva literatura permite matizar afirmaciones y abrir nuevas perspectivas.

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Aunque no se abandone la sociedad de consumo y de crecimiento económico —que sería la única manera realmente eficaz de atajar de raíz el fenómeno— se ha desarrollado una voluntad de luchar contra la obsolescencia programada en el ámbito político, mediante diversos proyectos de ley, y en la sociedad civil, mediante el desarrollo de los mercados tradicionales de segunda mano (Emmaüs), la aparición, especialmente en Internet, de todo tipo de webs de intercambio (Le bon coin, sitio web de compraventa al estilo de Wallapop), o de nuevas formas de resistencia, como los repair cafés (reuniones a menudo participativas de usuarios y de manitas en las que tratan de reparar aparatos averiados).

Hasta ahora, las leyes medioambientales se enfocaban más en las prácticas de los consumidores y menos en las de los grupos de presión que representan a la industria y tratan de influir en la legislación europea y nacional. Las cosas están cambiando tímidamente. La mayoría de los proyectos de ley empiezan, en general, con una condena penal del fenómeno, pero es sobre todo simbólica, porque resulta casi imposible dar una definición operativa. ¿Cómo se puede demostrar, al tratarse de objetos complejos, que se ha incluido deliberadamente una pieza defectuosa con el fin de obligar al usuario a comprar un aparato nuevo? Los grupos de presión que representan a la industria de los equipamientos eléctricos y electrónicos no se equivocan del todo cuando afirman que la obsolescencia programada, entendida como un complot o un sabotaje, no existe. La vida útil de los aparatos es limitada, pero eso, argumentan, se debe al deseo de los consumidores, una mayoría de los cuales no espera a que el objeto deje de funcionar para adquirir un modelo nuevo. Desde este punto de vista, el ejemplo más simbólico es el teléfono móvil. Tiene una vida útil media de 24 meses, pero, en general, se renueva a los 18 meses, y los jóvenes incluso lo cambian a los 12 meses y a veces antes. Evidentemente, el marketing predispone al consumidor, y la industria es en gran parte responsable de este comportamiento compulsivo de compra.

Estos lobbies también rechazan que los bienes duraderos duran cada vez menos, algo que denuncian las asociaciones de consumidores. La obsolescencia programada, argumenta la industria, es simplemente una “triste leyenda”. En cambio, para las asociaciones que tratan de defender a los compradores, los aparatos se averían antes y esto obliga a comprar otros con más frecuencia. Este debate también es erróneo, ya que los datos comparados son siempre discutibles: no se trata exactamente de los mismos aparatos, y las estadísticas no analizan lo mismo. Cada cual puede encontrar las cifras que le den la razón. Incluso admitiendo que la vida útil de los productos no ha disminuido, una persona ingenua podría extrañarse de que los investigadores sean capaces de permitir que los cirujanos realicen operaciones a distancia, pero que no consigan que una nevera dure más de 10 años. Los propios fabricantes reconocen de buena gana que la durabilidad del producto no es su objetivo de marketing prioritario, y les entendemos.

Otro argumento más perverso que esgrimen los profesionales es el de la ecoeficiencia. Supuestamente, se necesitan menos materias primas y menos energía para la fabricación y mantenimiento de los nuevos aparatos y las nuevas máquinas. Este reciclaje ecológico de la industria, una verdadera operación de greenwashing (lavado de cara verde o ecoblanqueo), ofrece una excusa para abandonar aparatos antiguos, que, sin embargo, todavía están en perfecto estado de funcionamiento, y comprar nuevos productos que consumen menos energía. Esto no es falso, y se podría reducir aún más si renunciásemos a toda una serie de artilugios que consumen una gran cantidad de energía, como los coches o las lavadoras, que a menudo contrarrestan la disminución del consumo.

Hay que hacer un balance completo. En la mayoría de los casos, el ahorro conseguido es muy inferior al daño que se produce al tirar un aparato, por no hablar del hecho de que estos abandonos incrementan considerablemente los residuos. Dejar de usar un producto que aún funciona para adquirir otro que el consumidor no necesita inmediatamente no supone, en general, un beneficio ecológico, ni una disminución de la contaminación. No obstante, el consumidor se deja convencer de buen grado con la excusa medioambiental, y, medio engañado, medio cómplice, tiene la conciencia tranquila. Para compensar el derroche energético que representa llevar un coche viejo al desguace, por ejemplo, habría que conservar el nuevo modelo durante décadas.

Una de las dificultades —y no la menos importante— de la lucha jurídica contra la obsolescencia programada radica en el hecho de que las medidas que se toman solo podrían funcionar realmente si todos los miembros de la UE las adoptasen. Incluso en ese caso, los efectos de unas medidas europeas comunes seguirían siendo limitados, dada la improbabilidad de que se impusiese una legislación internacional a China o a EE UU.

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Las reacciones y las iniciativas de la sociedad civil quizá sean más alentadoras. Una de las consecuencias nada despreciables del debate público sobre la obsolescencia programada es que las lenguas empiezan a soltarse. Ingenieros jubilados que han trabajado para grandes marcas denuncian algunas prácticas. Y surgen iniciativas para luchar contra ellas. Podemos citar a la empresa de reparaciones La Bonne Combine, con sede en Lausana, cuyo objetivo es sortear las artimañas que usan algunos fabricantes, y que ha recibido el premio de la ética por su lucha contra “el todo desechable”. Y florecen otras iniciativas, como las plataformas de intercambio entre usuarios en Internet para la reparación de material electrónico e informático. Los ya mencionados cafés de reparación son también lugares de resistencia participativa y concreta.

Es cierto que todo esto no llega muy lejos, pero representa un pequeño paso en la buena dirección y, sobre todo, su efecto más importante no es tanto el de la acción inmediata, sino el de ayudar al posible cambio de mentalidad. Ese es un requisito previo para la necesaria revolución del decrecimiento.

Serge Latouche es profesor emérito de Economía de la Universidad de Orsay y autor de ‘Hecho para tirar. La irracionalidad de la obsolescencia programada’ (Octaedro, 2014).
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